Llevaba varios días observando los ojos de la gente que se cruzaba en su camino. Ojos agradables que le sonreían con comprensión, ojos que calculaban su valor económico y si valdría la pena engañarla por un triste cheque, ojos pintados, ojos achispados por alguna cerveza de más, que le sonreían desde dentro del alma.
Imaginó como verían los demás sus ojos, amarillos, de Egipto Clásico, pintados muchas veces con khool negro y verde.
Observó los ojos preciosos de un hombre en una librería que la observaban, admirados por su valentía de ser quién era y mostrarse tan naturalmente a los demás.
Ojos de asesino, que sólo pensaban en asaltar su escasa propiedad privada y esclavizarla, en todos los sentidos.
Ojos que aparecían en sus tazas de café cuando intentaba leerlas. Ojos que aparecían en el plomo fundido marroquí, para leer y quitar el mal.
Ojos, ojos y más ojos.
Imaginó como sería ser ciega, perderse toda esa magia de la mirada, como llegar a lo más profundo de un alma sin poder ver sus ojos: azules, verdes, negros.
Ojos que sonreían admirados de su experiencia vital, que le sonreían, viéndola como una verdadera mujer del desierto.
Lo peor son los ojos que no ven, que sólo se comunican a través de las palabras, que habían interpretado que seguía enamorada de aquella piltrafa, que le había costado un millón de quebraderos de cabeza que ni el mismísimo Hamburgo, con toda su pompa le pudieron quitar…
Sólo pudo descansar en los sinceros ojos azules del hermano, y vuelta a la pesadilla nada más aterrizar en África. Sólo deseaba mirar a unos ojos con dulzura y que estos le correspondiesen, día tras día, y en la más estricta intimidad, con la misma dulce sonrisa que sale del alma.