Llegó agotada, después de atravesar el desierto de la incultura y de lo tosco, de lo infrahumano, que la había hecho emprender el viaje en la sola compañía de su camella blanca y de su Loba Habiba, que había llegado con la lengua fuera para soportar el calor del desierto, vestida con el turbante negro y plateado de su madre. Durmiendo, soñó que su madre le decía: Salam Alaaikum, y ella respondía: alaaikum salam ya ummi. La vio caminar por jardines de flores de color malva, y esto la reconfortó por la mañana, cuando encendió el fuego para hacer té.
Sin darse cuenta había volado desde Foum el Draá, en Guelmin-Smara en el Magreb, hasta Siwa, en el Mashrik como una estrella fugaz en la noche. Bebió su te admirada por el prodigio de tan rápido viaje, y descansó la mirada en el palmeral que tenía delante. Escuchó el rumor del agua, que le trajo el recuerdo de la sirena, aquella pintura antigua de su madre.
Al dirigirse al oasis para dar de beber a su camella y a la loba Habiba, que no se separaba ni un instante de ella protegiéndola, encontró un hombre negro, de bigote importante, más alto que ella, que ya era difícil. Al momento quedó prendida en sus ojos, en su sonrisa y se sorprendió hablándole a un desconocido, que la admitía con un solo velo azul y blanco cubriendo su cuerpo y una ropa transparente debajo, debido al calor.
Él vestía ropa color arena, y no llevaba velo en la cara, señal de que era extranjero, y cuando se apartaron de la vista de los demás, se besaron con una pasión y una dulzura que jamás hubiera esperado encontrar en el lugar que había elegido para dedicarse a Hut-Hor por entero, y permanecer sola para siempre. Se amaron con dulzura, con rudeza, pasión. Se besaron y mordieron sus labios hasta el delirio mientras él acariciaba su cuerpo como ningún hombre lo hiciera antes. Yacieron juntos por más de tres horas, y ella le pidió que fuera su esposo, siguiendo la costumbre Tuareg, en la que es la mujer quién elige. Él no dijo ni una palabra sobre su tatuaje de viuda y la aceptó así, tal como era.
Le respondió que cada doce días visitaría Siwa para vender sus mercancías, que llevaba desde su nave, en Alejandría, y se encontrarían, firmando un matrimonio por horas, que a los dos convenía. Se despidieron con una sonrisa, y él partió apresurado para alcanzar su nave lejana, que le esperaba en el puerto…