Anochecía y Farah observó como uno de los hijos de su vecina, una anciana que caminaba muy mal y lentamente, regaba la puerta de la casa con desinfectante y agua. Pensó que la obsesión por la puerta de la casa impecable, sin cacas de perro y sin meados de alimañas, era una cosa patológica impuesta por las dos ancianas que vivían juntas. Hacía meses que la más joven había dejado de limpiar y habían contratado una mujer de pelo oxigenado que hacía las tareas domésticas, la vieja joven solo hacia las compras. Ella la había tropezado en el mercado y un día Farah, curiosa por oír el timbre de su voz para que le revelase todos sus secretos, le habló del extracto de tomate. Ella respondió con un tono de voz muy bajo y cascado, víctima en apariencia, pero se le adivinaban grandes dosis de tiranía.
Un rato después vio como se abría la puerta y salía el otro hijo con la más anciana de las dos, a hacerla caminar. Seguramente vivía postrada en cama y por eso se le veía aquella cara de desalmada y era obvio que era ella quién exigía que se limpiase y desinfectase todo antes de posar su majestuoso pie en la calle. Farah imaginó que debería ser como la abuela de Cándida Eréndira, aquel personaje barroco y malvado de Gabriel García Márquez. Todos debían acatar sus órdenes y nadie osaba incumplir sus planes.
Observó como el hijo le daba el brazo a la vieja desalmada y ella emprendía un tortuoso caminar, como si un viñedo se hubiera puesto en marcha, y le emocionó el amor tirano que empujaba a los hijos, hombres viejos ya, a convertirse en padres de la vieja.
Meditó sobre su propia vejez y pensó quién la tomaría del brazo para obligarla a caminar, una vez convertida en tronco de ficus.