Farah regresó de París-oise en 1985. Recordaba el tren, autobús fronterizo y la compañía de un viejo truhán. Él había sido el responsable de que Farah acabase desnuda, mirando por la ventana en Fontainebleau, llorando amargamente por la ausencia del sol y la lejanía de su amado mar. El polen de Afganistán y el hashísh rojo del Líbano la ayudaban a olvidar que solo tenía dieciocho años, mientras seguía llorando sin cesar, apoyada en aquella ventana que le mostraba la tristeza de la vida europea. El viejo desaparecía por horas dejándola en soledad, para luego aparecer como un tétrico malabarista con sus manos llenas de billetes de cien francos, grandes y de un papel extraño. También traía nuevas dosis de narcótico para tenerla sedada, a su merced.
Huyó de él y de su repugnante abrazo. El viejo usurero había insistido en darle un gran fajo de aquellos billetes de cien, que para ella no significaban nada sin su familia, sin sol y sin mar. La única agua que había visto era la de color marrón del Sena, a su paso por la Isla de la Justicia.
Llegó a su pueblo en plena fiesta del invierno y se alegró mucho de bañarse en el mar en compañía de sus amigas. Rondaba, a una de ellas llamada Rosa, un muchacho de unos veinticinco años que miraba a Farah con desparpajo y unos ojos color verde amarillento. Ella le rechazó al verle los ojos pintados con khool negro. Lo consideró homosexual y se apartó de su mirada que ahora la desconcertaba.
Estando en casa de su madre sonó el teléfono, un aparato antiguo en forma de góndola de color rojo, y era su amiga Rosa. La llamaba para decirle que aquel joven de ojos pintados quería invitarla a fumar unos cigarros, puesto que deseaba conocerla y no entendía su rechazo. Meses después ella le contó lo de sus ojos pintados y rieron juntos de la ocurrencia de ella al considerarlo homosexual por ello.
Recordaría siempre aquella tarde, transcurrida al sol, en su habitación de niña de la casa de su madre. El humo espeso y azul del hashísh, atravesando la luz radiante de África que entraba sin pedir licencia por la ventana. Su amiga Rosa se fue, una vez acabado el último cigarro y visto que no se iban a matar. Cuando se quedaron solos hablaron y se fundieron en un beso con sabor a bebé. Desde ese día fueron inseparables. Farah recordaba su piel salada por el agua del mar y su fuerza al abrazarla. Tenía la virtud de alejar la tristeza de su vida y abandonaron juntos la casa de su madre, para vivir en el camino, vagabundos del amor, la noche a la lumbre de una fogata amándose y el día ella siempre inventando locuras, que a él le hacían reír a carcajadas. Juntos olvidaron aquella amargura de Europa de la que venían los dos.
Conocieron a unos muchachos que tenía un velero. Todo muy Zen, muy exótico, pero Farah desconfió de todo, mucho más después de vivir con el viejo usurero. Al final eran unos narcotraficantes que venían al norte de África para tomar los vientos Alisios, dirigirse rumbo a América navegando, en pos de la sustancia que traficaban para luego llevarla a Europa y forrarse. Vivían rodeados de ropa de surf, gafas de sol carísimas, las chicas con ropas de seda de India y bisutería de Nepal.
Fausto y Farah quedaron solos en el barco por más de quince días. Ella sentía algo extraño latir en el aire, su relación ya no era la misma. Los narcos habían seducido a su novio para tomar droga e inmediatamente, él cambió. Se volvió un hombre taciturno y cerrado a la comunicación con ella. Farah le abandonó para volver a casa de su madre, derrotada y desvencijada por el amor manchado.
A los pocos días tocaron a la puerta y era él. Farah le invitó a pasar y le llevó directamente a la bañera, que llenaron con agua hasta los topes para sumergirse en ella y llorar abrazados por aquel amor tan fuerte que sentían los dos.
Farah tenía una nueva amiga y le gustaba estar con ella. Quedaron en ir a la playa y Fausto les dijo que se reunirían allí. Ella un poco extrañada, pero vuelta la confianza a circular entre ellos, no pensó en nada malo. Pasaban las horas en la playa y Fausto no llegaba, el sonido de las olas retumbaba en el cerebro de Farah. Ella escuchaba a su amiga parlotear, mientras pensaba dónde estaría él… Se hizo la noche y nunca más Farah vio a Fausto. Comenzó así un amargo peregrinar entre los brazos de hombres que sabían a mentira, intentando mantener vivo el recuerdo de Fausto, en el abrazo venenoso de todos ellos.