Pensó en aquel hombre joven, guapo y normal.
Nada llamaba la atención en él. Trabajo normal, vida normal, rostro viril y sonrisa esponjosa.
Sintió miedo de lo que se avecinaba.
Una y cien veces, la misma historia repetida, siempre la misma historia en su vida, desde que se enamoró la primera vez.
Tanto se repitió que creyó ser una mejicana con dos revólveres a la cintura, retando al mundo con una botella de tequila: ¡Quien no beba se las tendrá que ver con mis pistolones!
Se convirtió así en una mujer alcohólica, desagradable, machista y cabruna. Todo lo que rechazaba en ellos se le pegó como en un hechizo.
Cada vez que le gustaba un hombre procuraba ser lo bastante desagradable para que saliera huyendo, librándose de esta manera de la decepción venidera.
Cuando uno de ellos se topaba de frente con aquella locomotora en marcha que era su alma, se espantaba y no lo veía nunca más. En muy contadas ocasiones alguno se había quedado junto a ella, y a sus revólveres cargados…
No habían salido bien parados. Su pesada losa infantil acababa por salir en un momento u otro.
A veces pensaba que hacía todo lo posible, aún amándolos con locura, para quedarse sola y seguir aquella senda que le había marcado Valentina Tereshkova, la mujer cosmonauta soviética.
Llegar a la Luna, orbitar en silencio en el espacio, dando vueltas sin parar, escuchando el piano napolitano, con melodías de cabaret decadente.
Pensó en quién sería el cobarde, si ellos al verla echar humo desde su alma metálica de superviviente, o ella en su afán por sabotear cualquier vínculo emocional.
Se arrulló en el violín y la pianola para disfrutar de su duda. Eso significaba que aquel hombre joven, normal, trabajador y bellísimo la había puesto en jaque-mate, de nuevo.
Le alegró sentirse viva y por primera vez en su vida no tuvo prisa por espantarlo. Quizás porque lo sabía inaccesible y distante. Se empeño en aquel imposible, y deseó con todas sus fuerzas que no le telefoneara más, anhelando que la llamara…