De Farah, las máquinas y hélices


Ensombrecida, bajó el rostro y pensó en la tristeza que la invadía hacía días. Días en los que al fin pudo llorar, pensando que resultaba cierto que, a veces, hay cosas irrecuperables. Una vida llena de tumultos, risas nerviosas y muchos, quizás demasiados, tropiezos. Pensó que en algunos momentos, los tropezones la habían hecho palidecer del susto y se confortó al oír una querida voz interior que le decía “Calma querida Farah, otro en tu lugar no sé como habría reaccionado…”
Deseó de nuevo cambiar de país, de idioma, de olor, pero ya sabía que eso resultaba imposible. Un triste ombligo la ataba a una vida pequeña, limitada y por fin, humana. Celebraba con aquella melancolía haber dejado de ser inmortal, haberse transformado y dejar de ser infinita. Había dejado de ser la heroína de su antigua novela, para llorar como humana lo que no había sabido batallar como máquina.
Las máquinas se reproducen, se casan, tienen pisitos hipotecados, viajan con sus esposas funcionarias a lugares exóticos, soñando que no son turistas en un mundo mecánico que lo devora todo. El cielo sabía que ella había intentado ser una máquina más, pero tristemente jamás lo había logrado. Se sentía, ahora, sombría, conmovida e incapaz de hablar normalmente con nadie que no fuese de su intimidad, y pensó que era una víctima del conflicto bélico entre las máquinas y los humanos.
Sin el menor atisbo de autocompasión lió un cigarrillo sin aditivos y esperó la lluvia anunciada. Amable compañera, llena de gotas, de lágrimas por los olvidados en la voraz rueda hegeliana que lo muele todo. Observó con atención el paisaje que se dibujaba en el interior de su cabeza: un desierto surcado por hélices eólicas gigantescas, y pensó en el futuro con terror. Un terror sordo del que sentirían envidia las víctimas de un holocausto nuclear. Ni las bombas más dañinas podrían significar nada al lado de aquella rueda que todo lo muele, que todo lo absorbe y lo vomita convertido en un producto perfecto, automático, sin vida.
Recordó a Ana Karennina y deseó que existiera un amor así, capaz de arrastrarla al abismo. Un sentimiento brutal, que eliminara de un solo golpe todos los pisitos y viajes conyugales al exilio del amor. Pensó en su baño caliente y se dispuso a él, taciturna, cabizbaja y ensombrecida, tal y como andaba en aquellos días de Agosto.

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