«Intente proteger a los que están a su alrededor del humo del tabaco», leyó mientras pensaba que algunas personas deberían llevar la misma leyenda a un lado de su cuerpo.
El amor tóxico sería para siempre, y desde ahora, una nueva enfermedad, a extinguir, con posibles vacunas que alejen de nosotros a los infieles amantes que tengan el propósito de envenenarnos para, después de vernos torpes y sin defensas, lanzar su ataque certero contra nuestro corazón.
Enferma por el veneno acumulado, Farah seguía sin entender nada de su vida, tambaleándose de un libro a otro, sin lograr comprender nada de lo que leía. Y lo que era aún peor, sin poder articular nada más que aquel discurso viejo sobre falsedades y narcisistas, que ya le olía a chamusquina hasta a ella misma. Comprendió entonces que el propio veneno no la dejaba razonar con claridad, una vez vencida su paciencia y su tesón…
Avanzó por el interminable pasillo de su diaria rutina y sacrificó toda su escasa inocencia en pos de comprender que mecanismo la llevaba a enredarse cada vez más en aquel amor tóxico, que todo lo puede y nada deja sin contaminar.
Llenó sus plantas de agua y vio como la saludaban, envenenadas ellas también por el calor africano y la falta de emociones, viviendo en aquella reserva de plástico en que se había convertido la tierra para ellas. No dejaba de sonrojarse, hablando en el silencio con sus plantas, con un seguro diagnóstico que ella no conocía, y las sintió sus hermanas, descoloridas y perdiendo las hojas todas ellas, mujeres y plantas, en aquella casa marchitándose por segundos.
No deseaba ya andar a la orilla del mar, ni oler el perfume del bosque, ni en invierno ni en verano, y sintió como la amargura estaba tomando cuenta de su rumbo, adornando el interminable pasillo por el que discurría todo: amor, suciedad y plantas resecas en aquella triste, y diaria, sangría a la vida en que se convertían los días grises de Farah, estafada por Bill y su sonrisa de oro…
No dejó de recordar la advertencia coránica sobre lo verde de las cosechas que un día amarilleará, llevándose consigo la alegría de lo mundano y se sintió vieja, muy vieja en su carrera meteórica por el amarillear del amor en su vida.
Un capítulo más en su historia médica sería aquel diagnóstico de planta: hojas amarillentas y tronco reseco. Una medicina de reverdecer para amarillear eternamente sería el tratamiento indicado por el tóxico doctor: la vida
Cuanto mas vieja, marchita y amarillenta (según tú) mejor escribes. Como buena escritora y mala mujer, Farah, eres una tergiversadora y una mentirosa. Se supone que no estás haciendo NADA. ¡Anda Ya!. Pues si que te cunde estar tumbada en el sofá. Habiba y Azcona -su amante y mentora- recorren, rastrean y vigilan, sanas y vivitas, curiosas y alerta, coleando y meando donde les place -después de esnifar en cada salida, como diablas que son, el azufre de las aceras- las esquinas e íntimos recovecos de su propio y extraño pasillo: Para ser rutinario, es un camino bastante entretenido.
Me gustaMe gusta