Desafiante desde su altura, Farah continuaba observando la vida, ajena a todo aquel movimiento interminable de personas, para ella pasajeros, que conformaba su calle y su barrio. Desde su terraza, parecida a un castillo inaccesible, dirigía su pensamiento hacia lo más alto, para poder entender el porqué de aquél rechazo incomprensible que suscitaba en la gente de sus alrededores. No podía ni pensar que fuera por su clara manifestación de mujer árabe en un mundo incomprensible para ella, formado por supermercados que vendían comida a borbotones, mezclada con desodorantes y ventiladores de aire, cuando no lavadoras y demás artilugios incomprensibles para una persona acostumbrada, como ella, a una vida simple: sin luz eléctrica ni agua que saliera de ningún grifo. Primero que para comprender lo que era un grifo, aquella rueda mágica que al girarse hacia un lado emitía un chorro de agua fresca incomprensible, que salía a borbotones cuanto más la giraba hacia un lado, hizo un esfuerzo grande y le costó muchos días entenderlo. Siempre había visto cargar agua durante kilómetros para llevarla a las casas de la gente, y pensó por un segundo, en todas las personas de su pueblo que se quedarían sin trabajo a la mínima que alguien supiera lo que es un grifo… ¿Qué harían las mujeres del pueblo en aquellas horas interminables del pueblo al pozo si tuvieran un grifo? Aturdida por lo revolucionario del descubrimiento, avanzó hacia el grifo y volvió a girarlo, una y otra vez y recordó la reacción de la vieja mujer de su pueblo al oír la voz que salía de la radio, sus ojos llenos de pánico ante un fenómeno incomprensible para ella que había envejecido luchando para que la arena del desierto no invadiese su casa. Sus gritos despavoridos insultando a su nieto, que había traído de Europa aquel artilugio diabólico para homenajearla después de ocho años sin verla, atrajeron a todos los habitantes del pueblo de Lalla Yadda. Ella era conocida por todos como una buena mujer capaz de adivinar el futuro leyendo en aquel rosario de cuentas cristalinas y tenía mucho prestigio por lo cierto de sus adivinanzas. Curaba a mucha gente desahuciada por el médico de la ciudad, aquel señor venido de la capital, y que hablaba la lengua del aparato diabólico que atronó la humilde sala que servía de comedor y de recibidor para la gente que venía de muy lejos a consultar a Lalla Yadda.
Ajena a todo, Farah continuaba pensando sola en su casa en aquella gente junto a la que había crecido y amado, reído y sollozado tantas veces en voz baja frente a aquella masa de arena, odiada antes y amada ahora por lejana y comprendida al fin. Pensó en la vieja mujer y en lo que le había dicho el día de su partida hacia lo que ella pensaba que era su salvación. “Un día suspiraras deseando no haber salido nunca de aquí, nadie te comprenderá fuera de nosotros porque aquella gente solo entiende el valor del dinero y no sabe lo que es el amor”. Pensó en aquellas palabras al recordar al hombre rabioso que discutía con aquella chica dentro de un coche y a su insulto lleno de odio. “Mora asquerosa” le espetó sin más preámbulo al pasar ella camino de su escuela. Automáticamente Farah pensó en lo amargado del rostro del hombre y sintió pena por él y por su ignorancia. Aquel hombre no sabía que sus antepasados habían traído el esplendor a esta tierra desagradecida, atravesando todo el Sáhara desde Egipto para llegar a Mauritania y continuar su marcha hasta Córdoba. Habían sido hermanos y compatriotas en aquel mundo desaparecido y ahora él la veía extraña y como una amenaza. Farah siguió su marcha sin prestar más atención, pero aquel odio le carcomía el corazón, y entonces recordó a Lalla Yadda y a su profecía. Se cumple siempre su visión, pensó una vez más al recordar como ella había descrito meses antes a la gente que había conocido al llegar a su nuevo país, y recordó sus palabras sobre los hombres-niño que encontraría al llegar, y su advertencia de no amar a ninguno de aquellos Djjins malvados. Pensaba tanto en aquella mujer que decidió llamarla por teléfono al único número que había en su pueblo y preguntarle que hacer en aquella situación. Tendría que dar explicaciones a su hermana para que explicara a Lalla Yadda lo que pasaba ya que ella no se acercaría jamás a un teléfono y sin embargo manejaba con aquella calma el plomo ardiendo que vertía en una palangana con agua para leer y abrir “los nudos” que formaba el metal al encontrarse con el frío liquido, y que según ella eran “la brujería que te estaba ahogando…”
A Farah la ahogaba el recuerdo de la cara del hombre rabioso al insultarla y sin dudarlo más, comenzó a marcar el número de teléfono de su pueblo.