“¿Aún me amarás mañana?”
Es una frase que dejé de tener en mi mente hace años, muchos años.
Muchas noches de “palabras no dichas” precedieron al desencanto.
A la Pasión por mi misma y mis ideas.
Por pasar horas enteras, días, meses contemplando la nada absoluta.
Comencé a enamorarme en secreto de los dibujos, las líneas que surgían de mi lápiz al agua, que se volvía azul.
Ojos que se encontraron al borde del mar, ojos que se lamieron ante las lenguas de fuego de una hoguera en la arena.
Y ese mismo día, me enamoré de mi Vida, de mis Letras y Artes.
De los Animales que me acompañaron, porque el amor es así, raro
Raro como un diamante, difícil de encontrar.
Los colores de la acuarela que nunca salieron de tus ojos ni de tus labios. Las teclas del piano que no tocaban tus dedos al acariciarme.
Y, créeme, no fue fácil admitirlo.
Que detestaba todas aquellas discusiones sobre mezquindades que desvelaban la total ausencia del Amor.
Aquellos pulsos entre tu cerebro y el mío, multiplicados por cien, doscientos, por mil.
Agotado, mi corazón se refugió en el único Amor, el Uno.
Y no me refiero a aquel amor torpe de mis dieciséis años.
“¿Es amor del que pueda estar segura?”, latía en mi corazón adolescente, joven e inexperto.
Corazón.
Hoy sé que es exactamente lo que llena mi Amor, elevado e incomprensible para la abrumadora mayoría.
En un año, casi dos, de esta enfermedad global que ha matado a cientos de miles, millones que también amaron, amaban y ya no amarán, tropecé con dos corazones de piedra.
Uno me dijo que “era única”, otro ni recordaba mi nombre, nunca.
Yo amé, lo que vino después ya lo borré.