Farah pasaba los días entre la incertidumbre de la llegada del resto de su tribu, que traería algunas pertenencias del campamento, y el amor en solitario.
Amor prometido, bajo las estrellas, en mitad de la nada, con la pobreza como distintivo y las ansias de amar por bandera.
Intentaba evadirse, para no pensar en el bello hombre árabe que le había explicado su manera de amar y entender la vida, interrumpida ahora su comunicación por una tormenta de arena gigantesca, que los había alejado más de cuatro días. La incertidumbre la mataba, y a pesar de conocer hombres interesantes y guapos, sólo podía pensar en él.
Ya no podía prestar atención a nada ni a nadie. Conturbada su alma, por el amor disuelto en mil granos de arena roja, se sentía vacía, llena al mismo tiempo de satisfacción por haber encontrado un hombre que la comprendía y que, aparentemente, estaba dispuesto a compartir algo más que una noche con ella.
Una y otra vez, se debatía entre los que querían utilizarla, sin comprometerse a nada, occidentales todos, y su verdadero amor árabe. Sólo él alcanzaba a entender el alcance de su compromiso, con ella misma, con la vida y con el amor. Sólo él comprendía las noches en el desierto, una tienda y nada más, el cielo por casa y las estrellas por luz.
Se sintió desangelada y con frío, muchísimo frío. Sin él, pensando que todo había sido un engaño de los Djins.