Desechó todo debate intelectual, por estéril ante un mundo que había sido gobernado por Stalin, y donde las teorías bailaban un vals desacompasado. Escuchó a dos estúpidos, declarándose liberales republicanos, en la televisión del Estado, y le repugnó tanto la idea que tuvo que apagar la televisión, antaño fuente de inspiración y de glamour, pantalla llena con la cara de Bette Davis fumando, y hoy llena de expertos de la nada, que divagaban entre el relativismo cultural y la democracia representativa, montados en una máquina de vapor llamada Occidente, que, definitivamente, había caído ahogada en su propio humo, ante el gigante asiático, verdadero propietario de la economía mundial, durantes siglos y siglos.
Le alegró, en el fondo, saberse partícipe de aquella caída, por su gesto árabe de encarar la vida, y vio como Alemania estaba maquillada de puntualidad y eficiencia, más arruinada que Grecia, a la que acababa de rescatar.
Recordó el bellísimo rostro de María Callas, y deseó un final así para toda esta basura, con ese rostro imponente de Medea, y aquel torrente de voz, espantando a la democracia, para siempre, de la representatividad, dándole la bienvenida a la democracia participativa, que el pueblo, en todo el orbe, clamaba en las calles en pequeños estallidos, que acabarían siendo un volcán imparable.
Fijó su mente en la Tierra, dando vueltas placidamente alrededor de un astro incandescente, y se figuró a todos aquellos declamadores profesionales, que ofrecían recetas mágicas para solucionarlo todo, cual vendedores de elixires de los “westerns” en blanco y negro, ardiendo por las llamaradas del Sol, aborrecidos por el Cosmos.
La consoló la imagen de su amada cosmonauta “Valia” Tereshkova, engañada por el aparato soviético para su propaganda infinita, y pensó en las víctimas de toda la propaganda, lanzada al aire mil millones de veces al día, llenando el cerebro de gente sin preparación, para absorberlos y convertirlos en esclavos de supermercados, comidas rápidas y vida ajetreada. Esclavos al fin, que deberían emprender el cántico de la música de Nabucco y liberarse de aquella fantochada, que les separaba en categorías convenientes para los césares de la podredumbre. Construir un solo país humano, en el que no bastase un cartel y una huella para votar, lleno de escuelas y hospitales, con jardines y dunas de arena…
Un país único llamado Tierra en el que la vida fuera algo más que esclavizar o ser esclavizado.
Recordó la cara de Muammar Gaddafi, abofeteado por una masa informe de incultos, que se llamaban a si mismos demócratas y cuyo dirigente máximo había sido ministro de justicia del ahora dictador, antes líder de Libia, linchado y muerto por la turba. Almacenó, en su mente, la cara de Saddam Husseín, encontrado escondido en un agujero, la imagen del cadáver del hijo de Gaddafi, y los millones de muertos por la hambruna de Ucrania en 1930, apilados desnudos, para ser retirados en trenes y enterrados en fosas comunes. La cara y el discurso de Helena Ceaucescu antes de ser fusilada
Tanta barbarie en una sociedad que presumía de haber conquistado el Espacio exterior, utilizando a la Comandante “Valia”, para la propaganda de su barbarie, y la justificación de la nada más absoluta.
Las mujeres, siempre esperando a ser liberadas, como decía Wassyla Tamzali, mañana, siempre mañana, nunca hoy…
¿Cuando dirigiremos el mundo? ¿Cuando extirparemos esta barbarie, con nombre de hombre, que se extiende de norte a sur y de este a oeste?
Mañana, siempre mañana….