De Farah, sentada bajo un tronco reseco.




Había perdido su autonomía en pos de un muchacho que se negaba falazmente a reconocer que la amaba, retrayéndose de su abrazo el primer día que se lo dio.
 Habían hablado y discutido hasta la saciedad los errores que en el pasado les habían llevado a una separación muy dolorosa. Tanto, que ahora, cuatro años después, sus almas se habían buscado en lo oscuro de las tinieblas, hasta reencontrarse y fundirse en un abrazo.
 Farah preocupada intentaba desembarazarse de aquella especie de hombre-ovillo de hilo que le había traído el destino por segunda vez a su vida. Intentaba, una y otra vez, recuperar su soledad y deseaba que alguna discusión, subida de tono al máximo, acabase de un golpe certero con aquella opresión que le producía el-amor-de-los-hilos-enredados. 

Así había sucedido la primera vez que estuvieron juntos, allá en un tiempo en el que conoció a un hombre que la rechazaba por extraña, árabe y por su feroz independencia.
Cada juego que él inventaba para enredar el hilo intentando crear un vínculo de amor, ponzoñoso e hiriente, era desarticulado por Farah, acostumbrada a vivir entre bestias y hombres salvajes a los que les gusta establecer este tipo de argumentos viciados para ganar  puestos en la jerarquía. La inteligencia, la honestidad y el amor a corazón abierto eran las verdades con las que ella quería jugar y no sabía, para su desgracia e infelicidad, si aquel muchacho-enredado estaría a la altura de su amor.
La vida diaria no ayudaba en nada. Una época de gran necesidad como la que estaban viviendo precisaba de carácter fuerte y alegre, para no dejarse caer en la profundidad del abismo que se cernía sobre el capitalismo. 
Farah miraba con nostalgia las imágenes de El Cairo en plena revolución en la televisión y deseaba participar de toda aquella alegría de vencer a los tiranos, aunque sólo durase un instante, ya que al siguiente estaría instalado otro tirano diferente en el poder. Añoró su juventud, armada de su cultura y de su belleza llamativa, en la que había soñado con conseguir lo mismo que querían los ciudadanos de El Cairo, hoy. 
Abandonó su asiento bajo el árbol reseco de aquel amor enredado y se dispuso a pintar, apurando su cigarrillo.

Farah, el desamor y la oración del Viernes.

Se refugió en las palabras del muecín recitando una surah muy larga del Corán. Lo sucedido la noche anterior la había dejado muy deprimida, con el peso a sus espaldas de toda la nación árabe, la Umma…

Había contemplado en pantalla panorámica de los mesieus, la tragedia de su pueblo, llamado indígena por los colonialistas para convertirlos en subclase de su mundo maquiavélico y podrido.

La indiferencia de Riccardo ante el drama contemplado en el cine, previa discusión por su frecuencia a la hora de tener sexo la habían dejado al borde del colapso emocional. No sabía como salir de aquel agujero en el que ella solita se había sumido, al abrirle la puerta de su casa, habiendo jurado que lo había expulsado de su vida para siempre.

Se sentía despreciada y nada valorada en su esencia de mujer, trabajadora y luchadora infatigable contra el mundo de los mesieus. En el fondo, él era otro más de ellos. Pertenecía a su mundo, por mucho que quisiera escapar. Farah pensó con amargura que nunca es equivalente lo que uno desearía a la obvia y objetiva realidad de cada uno. Se vio obligada a subjetivizarse, para poder sumergirse en el mundo cotidiano, con sus varias explosiones volcánicas a lo largo del día…

Deseaba que el muecín terminase su recitación, para ir a sus cosas más vulgares, en las que se refugiaría del desamor más grande en sus últimos cinco años.

La oración la calmó y la centró, y esperaba con avidez la recitación de sus surahs favoritas, la 113 y la 114, para desembarazarse definitivamente de la negrura que el abandono de aquel hombre le haría sufrir de nuevo. Quería deshacerse de aquella energía antes de que la tocase. No quiso más impurezas a su alrededor y salió, enjugándose las lágrimas, colocando sus gafas de sol para que nadie la viera llorar…