Agobiada por el sudor, atisbó en su terraza el rumbo de la mañana, mientras enjugaba el sudor en su nuca y el pelo empapado la saludaba, felicitándola por la limpieza que hacía.
La necesidad de librar una batalla contra el ejército de ácaros que había invadido su taller le devolvía el ánimo desaparecido en las últimas semanas.
En el segundo en que salió a respirar la mañana se fijó en que unos ojos descarnados la miraban desde la calle, una fracción de segundo que la hicieron dudar, otra vez el muchacho que quería robar en el supermercado se cruzaba en sus ojos.
Convertido en esqueleto por el abuso de las drogas, Farah le recordó con dieciséis años. Sus rizos dorados la saludaban en la playa, y su piel salada se le entregaba para ser saboreada. Una vez más, creyó en la promesa de amor de aquella piel de mar, mareada por su propia juventud, sin saber que aquel muchacho había resuelto entregarse por doquier para vencer la tiranía de su padre. Solo años después lo supo.
Después de aquel encuentro con el muchacho de rizos dorados, que ella pensaba virginal y tímido, por la tarde se encontró con su amigo poeta.
Poeta deslenguado que cantaba al sexo adolescente queriendo emular a Jean Genet y que se convirtió en un referente intelectual para Farah. Le habló de un muchacho que había conocido en la playa, que lo cortejaba y le invitaba a beber, en la barraca en la que el muchacho servía bebidas y comidas, en la mismísima playa en la que ella había cruzado miradas de fuego con el mismo muchacho.
Ella se contenía dada la diferencia de edad y el abismo social que los separaba, ella marxista, liberada, trasgresora de minifalda y ausencia de ropa interior; él imberbe, oceánico e indefinido, masculino de bellos ojos y piel bronceada. Su amigo le contó que había tenido una cita con el muchacho y que habían tenido el mejor sexo del mundo.
El poeta le desveló su amor por el muchacho del océano y ella, amiga fiel, le desveló a su vez que por la mañana estuvo saboreando aquella piel salada, aquellos labios casi infantiles. Ni ella ni su amigo daban crédito al cruce de informaciones.
Andando el tiempo, se hizo manifiesta la osadía del muchacho en sus devaneos sexuales con todo tipo de personajes, y su pronto contacto con las drogas.
Farah se deprimió mucho cuando le robó dinero de su casa, un disco de Dire Straits y el sueño de la virginidad, entregada a un ladrón que la maltrataba, hasta que ella decidió cortar de raíz aquella relación venenosa.
El muchacho cayó en una espiral de bajo fondo, drogas y darse en aventuras promiscuas, contempladas por ella desde el muro de dimensiones colosales que ella había erigido en memoria de su amor mancillado.
Pasaron más de siete años sin verse, ella ajena a su vida, una vez abandonado el muro que decidió cambiar por el océano Atlántico: un muro mayor y salado de quince mil kilómetros les separaban ahora.
Farah en América y él en la cárcel, cada uno eligió su camino, o eso pensaba ella. Una vez tornada de su aventura en la que circuló por selvas y desiertos, paseando su triste sombra, jamás encontró consuelo y volvió.
Volvió para encontrarlo empequeñecido y triste, perdida su cabellera dorada, muy abajo del muro construido por ella que sobrevivía a los años.
Se encontraron y el abrazo fue un pulso contra los años,contra el maltrato, y ella se sintió recompensada en su perdida inocencia, que él le había arrebatado, por un billete de banco sucio y maloliente.
Habló, el muchacho, del amor de Farah, de lo imposible de tal situación debido al rechazo de su padre a una mujer libre, capaz de casi cualquier cosa, y le rogó que fueran amantes.
Sólo eso podían compartir los dos, después de tantos años de sufrimiento.
Ella le despidió con la tristeza que da la cobardía humana.
Lo tropezó años más tarde, él convertido en esqueleto viviente y ella en guerrera, observando la selva urbana desde su terraza, luchando con una miríada de ácaros que pugnaban por arrebatarle el espacio, y lo dejó correr. Ya no le interesaba el amor de los esqueletos.