Cada uno a sus teclas…


Cada uno a sus teclas: Scarlatti a las suyas, magníficas en el piano, y Farah a las suyas, llenas de letras que, reuniéndose, iban formando un cuerpo de poema que hablaba de unos y otros, como él hilvanaba su melodía, en aquella maestría preciosa…
Así los dos reunidos en solitaria comunión, Scarlatti a través del torrente de ondas de la radio y ella enchufada y asomándose de nuevo a su ordenador, los dos perdidos en el universo, ella ahora y él desde el pasado, reviviendo a través del sonido de la música, en la cocina, hablando a pesar de la distancia y la imposibilidad. Pensó cuanta gente como ella se comunicaba con personas inexistentes, anónimas y sin rostro. Día tras día, aún teniéndolas enfrente. Cara a cara era más fácil y difícil, como le resultaba a ella con aquel hombre de barba bonita, que la rechazaba porque no la entendía. Incomprendidos los dos, establecían su diálogo una y otra vez, para acabar Farah, contando los minutos que él tardaba en no responderle. Era muchísimo más fácil hablar con la melodía del piano, llena de diferentes sensaciones, transmitidas por el caudal de notas, ora en riada apabullante ora en sólido teclear concienzudo, cual gotas de agua resonando en su tejado en invierno. Igualmente el piano no la escuchaba a ella y se cansó de hablar sola. Volvería a su incomprensible idioma que atañe a pájaros, peces y seres difíciles de conmover pero no imposibles, como el hombre de la barba bonita.
Impredecible Urano, distante en su lejanía de orbita de antena de radio, de extraña sonrisa y timidez casi infantil. Su nombre de estatua resonó en silencio en la mente de la muchacha que se sintió destronada por la pregunta de él sobre el amor durante aquella conversación obligadamente frívola y condenada a lo superficial desde aquel momento. Se sentía cada vez más sola y alejada de la orbita de Urano, ensimismado en su perdida del amor de días atrás. Gravitó en la orbita pesada de Saturno y su eterna responsabilidad excesiva, y sintió su mente flotar en las notas graves del piano en su escalada final. Abandonada a su propia suerte, la muchacha continuó aporreando sus teclas con la furia de Scarlatti en su melodía, con diferente resultado, pero idéntico desasosiego final.
Pensó fugazmente en lo inútil de las flores en los cementerios, aguardando a unos seres que habían viajado lejos, huyendo de la confusión. Del amor incomprendido y del estafado. De la enfermedad. Todos los muertos recostados en alegre sucesión llena de aromas de flores, de esqueletos, conservados los vestidos y con unos cabellos ralos. Sintió la dicha de abandonarse a lo imposible y se vio a si misma como un esqueleto sentado en una silla, los huesos de los dedos apoyados en las teclas, escribiéndole a la nada. Sintió la compañía de todos aquellos seres invisibles que la miraban en su delirio desde el plano de la muerte. Se sintió tan bien que se fue recostando encima de las teclas hasta sumirse en un sueño de violines acompañada por la radio devanadora de orquestas clásicas. Echó de menos al hombre de la barba bonita y se sintió arropada por lo triste de su falta. A la cita de su teclear juntos y de sus preguntas sin respuestas, esperando aún en el espacio, hasta que los esqueletos las alcanzaran…

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