Amor venenoso


Cuando enfilé la vereda y vi aquella casa que había sido un Candomblé, caí en la cerca de alambres de espino y rompí mi ropa al clavármelos. Nada, a partir de aquél momento fue igual. Furtivamente habíamos viajado, mi amor secreto y yo para estar juntos después de muchas mentiras y unas cuantas confusiones que habían hecho posible el tal encuentro que solo duraría tres días. Me sentía feliz, radiante en mi amor impetuoso sin saber lo que vendría después. Continué caminando después de que mi amado me socorriese, preguntándome si me encontraba bien y contesté apresuradamente que sí, más por vergüenza que por ser cierto. Empezamos de nuevo a subir por aquella ladera que subía a la Sierra Diamantina y que nos llevaría a un pequeño pueblito que se había quedado anclado en el siglo XIX, en el esplendor de las minas de diamantes. Había sido un pueblo muy próspero donde incluso había habido un casino, ahora en ruinas, construido para que los acaudalados coroneles que compraban los diamantes se reuniesen. Llegamos a un río subterráneo al que entramos atravesando una cueva angosta para bañarnos por el fuerte calor y la marcha muy fatigosa por las cargas pesadas que llevábamos para pasar los tres días en Xique-Xique de Igatú, nombre de la pequeña ciudad. La cueva estaba oscura, como mi amor por él que jamás podría salir a la luz, y empecé a ver arañas y demás insectos que viven en los lugares donde no llega jamás la luz. El agua de la gruta estaba helada y me hizo perder aún más la noción de donde estaba, me trajo recuerdos de mi infancia bañándome en torrentes del deshielo de Potes en Asturias. Continuamos subiendo la sierra por aquella vereda angosta que se desdibujaba en algunos tramos, y nos daba cada vez más sed, sin remedio ya que no llevábamos agua pensando que podríamos hacer el camino de forma más rápida para no aumentar nuestro pesado fardo de cosas imprescindibles.No pudimos continuar la marcha dado el calor del mediodía y la sed y nos tumbamos a tomar el sol esperando, al menos yo, morir. Mi amado estaba más curtido en estas lides ya que había vivido cinco años con un tribu de indios en el Estado Acre, pero también estaba cansado. Vi los buitres volar haciendo círculos sobre nosotros cuando me tumbé de cara al cielo de un azul desgarrador, y mi sensación de muerte creció al pensar que volaban para esperar a que muriese y devorar mi carroña. Sin saberlo desde el momento en que me había enamorado de él me había transformado en carroña y todas las fieras de alrededor, esta vez humanas, querían despedazarme, al ver mis ojos embobecidos mirándole a él, hablar, reír caminar….
Bebimos agua de arroyuelos dispersos que se habían formado por la represa de agua que hacían los mineros para formar el Garimpo para la extracción de diamantes. Recuerdo que bebía tumbado en el fango sintiéndome una larva moribunda que necesitaba aquel agua limosa para sobrevivir. Aún saciada nuestra sed no podíamos caminar debido al peso que cada vez se hacia menos llevadero y apareció de repente una mujer con dos niños que empezaron a hablar con nosotros, diciendo que venia su marido del Garimpo, la mina diamantífera, y nos ayudaría a subir hasta la ciudad.Así fue, un hombre fiero apareció por la trocha y cogiendo nuestra carga más pesada y llevándosela al hombro nos invitó a caminar libres, acompañándonos en una conversación muy agradable sobre la sierra Diamantina y sobre cada rincón de la trocha, que tenía su porción de historia. Historias de «Pururucas», animales que quemaban la piel del que pasara por debajo con su orín cáustico, y de asesinos que se escondían en casas abandonadas del pueblo hasta que se presentaba la policía federal y tenía que tirotearlos ante su negativa a entregarse a la autoridad. Finalmente llegamos a la entrada del pueblo cuando comenzó a caer un aguacero muy fuerte, mientras nos refugiábamos en la casa abandonada que había sido guarida de forajidos. La familia continuó su marcha en solitario despidiéndose de nosotros con el amor de la gente humilde del interior de Brasil y quedamos solos de nuevo, los dos amantes furtivos, que de tan furtivos no nos atrevíamos ni a besarnos. Pudimos besarnos y acariciarnos solo al final de ese día, por la noche cuando una nube de mosquitos «alas caídas» asaeteaba mis brazos dejándolos de color lila por la ponzoña que me habían inyectado. Cada vez me entraba más y más veneno por aquel amor que había destruido mi sistema de alerta y defensa. Solo esa noche duró nuestro mal amor ya que al día siguiente se presentó su pareja, a la cual habíamos dejado en Salvador de Bahía, distante 700 km de Igatú, después de haberle dado a mi amor un puñetazo en el oído que me dolió en todo mi corazón. Allí acababa la fuga de los amantes de Diamantina, perseguidos por una de las Parcas griegas en su furia desatada. Solo faltaba la escena del revólver para matarlos.No fue ese el final de los infelices, acabaron uno llagado por la Macumba y el otro tomado cautivo de nuevo de su pareja Parca. Ahí acabó la magia de la Sierra Diamantina y regresaron los tres sin hablar en el autobús de línea que tardaba toda la noche y llegaba a Salvador a mediodía.

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