“Y ante la Muerte acechando, se retiró” Patakí de Xangó.
No alquiló un chalet caro con “mujeres artistas”, porque no desayunaba “american dream”, nunca.
Siguió en el pisito de barrio, al que amorosamente había llegado de la mano de sus amigas amantes de compartir, perseguida por el calor húmedo para el que se había entrenado en el Nordeste de Brasil.
Fue allá huyendo de la Muerte, pero esta la encontró y la azotó en plena cara.
Nadie pudo comprender su fobia ante la rigidez del cadáver vendado cual momia de su abuela querida, que le causó un trauma en la infancia.
Se mantuvo sola, encerrada y triste. Su tristura no es pública ni se comparte, sólo con letras.
Sus lágrimas son sólo suyas y no quiere que nadie las vea. Le irrita profundamente que la vean llorar en público, curtida con golpes de sabor a óxido, sangre en la boca y humillaciones públicas. Tal era su tragedia, casi una ópera de Verdi…
El ocaso de Virgo la llenó de incertidumbres, pero era puritito estrés. Lo supo porque con dos comprimidos dejaba de sentir lo “retrógrado de Mercurio” y percibió que la retrógrada era la sociedad en la que le había tocado nacer. En unas islas yermas, resecas y llenas de resabio y rencores.
La “niña con mala reputación” creció.
Se convirtió en una señora mayor, casi como esas mujeres eternamente enlutadas de su pueblo, y de nuevo anheló huir a una casa reseca en medio de un páramo, rodeada sólo por cabras y burros.
Seguía teniendo como “tótem” al Dromedario de su infancia, y así se enfundó en su pellejo viejo y lleno de heridas y cicatrices, que le devolvió a la realidad.
Françoise Hardy cantó “Somos tan pequeñas, y mi amiga la Rosa me lo dijo esta mañana. Al amanecer nací bautizada de rocío y florecí enamorada y feliz, en los rayos del Sol. Me cerré por la noche, desperté vieja sin embargo yo era la más bella de las flores de tu jardín”…
Para Rosa, mi querida, que estará tomando sol.