De Farah, el delgado hilo de la ignominia, el honor y la Paz.

Pendía la vida de Farah, desde hacia veintidós días, del delgado hilo de la ignominia, a la que era sometida constantemente, por no cumplir los “requisitos porno”, no ser accesible a adúlteros, muchachos de piel tatuada y depilaciones hecha con la espada…
 Pensaba frecuentemente en el honor, pesado fardo heredado de su padre que no la dejaba vivir tranquila, y la Paz que merecía su espíritu, agotado de batallar hasta por una triste sardina, o un poco de agua.
Su estirpe, heredera de los Mogoles que llevaron el Islam a la India, era guerrera por genética, y desde niña había trotado en burros, y practicado todo tipo de destrezas masculinas, muy prácticas para la guerra y la vida nómada. Su madre la había dotado de un intelecto fuera de serie, al criarla siempre dentro de la Ciencia, lejos del oscurantismo y la hechicería, que tanto miedo aportan al espíritu.
Ahora, pagaba las consecuencias de ser dadora de Paz, a través de la Guerra, y deseaba lavar los pies del amado para quedarse en su tienda con él, a disfrutar de la compañía de su corte de animales, cual soberanos en la nada.
Se conformó con unos trastos heredados de aquí y allá, que le parecieron llenos de vitalidad y posibilidades, pero faltaba él, su príncipe, que se demoraba en llegar, mientras ella ejercitaba la paciencia, escuchando la voz de arpa de aquella cantante, sumiéndose en la esperanza que le daba su poesía: “que la vida es un día, un día sin culpa, un día que pasa…”.
Esperaba sin creer en la suerte, ni en las lecturas del futuro, sólo esperaba, y como decía la canción “…pago para ver cual es mi lugar…”

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